12 de abril de 2008

Hudson River, de (casi) despedida




















Otra época resplandeciendo nos deshabita
pues no podríamos ser con la naturaleza
hasta su fondo,
acompañarla allí en su inmarcesible
soledad, que ha amasado también nuestros reflejos
y ahora oscilan
sobre el río de aguas casi calmas,
mientras en Kruger Island, más allá,
un temblor de raíles, el estruendo del tren
cruzando el valle,
dando caza al silencio como a un ciervo
humillado.
No, no se repetirá nuestro perfil
ondulando sobre el cristal verdoso
en corrientes de instantes que no habrán
de flotar.
La parvedad del mundo
sobre la piel, del tiempo
en nuestros cuerpos adensándose
como otra sangre que nos deja acaso
tan sólo un color leve de presencia,
una huella animal,
un cobertizo en la mitad del bosque,
una viga comida por el verdín ya pálido,
el cadáver de pájaro que vimos,
la madriguera que une lo oscuro con el día
y multiplica el daño,
el vértigo constante de ser tacto fungible,
ojos desnudos sobre el tronco al arder repetido
de los robles,
este ciclo solar así ignorándose,
cóncava inundación, el río, de la luz.
Mas no hay que errar: aquietados contornos
sólo ahora
en lo real que quiebra la clausura del verbo
y une palabra y yema a la dulce explosión
del verde retenido,
pues sobre el Hudson, un año más la misma
sospecha de florecer,
el mismo canto húmedo
de sepultas edades,
una escena salvaje
que nos hilara al cuerpo
coronas de narcisos
ebrios aún de muerte demorada,
contornos sobre el río
que antes de ser óleo y acero
allá abajo en Manhattan
nos tiene y alborota
al capricho voraz de su caudal,
decir entonces: contempla tu presencia
quieta junto a la mía,
palpa ahora el abril de la tierra,
así surge la vida
como una luz mordiente,
ávida alimentándose
de la carne en que amamos,
como si todo
estuviera esperando
para ser por esta voz, en su esforzada elevación
o historia
en el cielo de América,
como si esta voz
tan siempre sucediendo,
abril sobre los valles,
y lo posible aún nos hospedara,
fuera un inmenso caserón ruinoso,
con su fachada púrpura de tan inverosímil,
y sientes cómo
tocarnos y nacer
pulsan la misma música,
y se nos queda el tiempo en la frontera
del decir,
perpetuo, irredimible,
un solo brote con su fin inscrito,
estación única que deja nuestras voces
rendidas sobre el río,
perdiéndose hacia el sur,
seguras de morar en la corriente.

Blanco territorio














No hay, aquí, por que dar nombre al lugar,
o ceñir al alma el olor
del aire, que apresura al rocío
a levantar su vuelo como pájaro.

Tal vez el aire porte en su vuelo,
acaso, otras edades de la luz,
otras formas de ver
ciego su blanco territorio.
Pues abre su lomo el aire
a cuanto extraño o propio,
mas puro, arde sin descanso,
del crepúsculo a la gracia primera
del sol, a su elemental reverbero,
al esplendor por cuanto aguarda
en silencio y espera, aún, a ser
de alguna forma, acaso, recobrado.