2 de mayo de 2008

Reverdecer

























Medir el tiempo,
tras el invierno, por el reverdecer,
como si nuestra carne
quisiera abrirse al fin
desde su intacto párpado
de tierra,
un cruce vegetal de agua y de luz,
cabello, densidad de creciente
cutícula,
luciendo sus estambres
desplegados,
a un ritmo más feroz
que la memoria.

Observamos,
con los ojos atentos
como insectos,
la nomúsica incógnita
del caos,
volúmenes de claridad
que ya nada nos dicen,
leerlos desde el barro
con los dedos alzados
de una muerte antiquísima,
desde el entero rostro
de ese predecesor
que respira en el magma del lenguaje,
y así asentar la vida
en su armónico enigma,
como hace el bosque
con las ruinas del viejo cobertizo:
hallazgo
resurrecto de otra época
cubriéndose de vida
resonante a los vientos de abril.

Tal vez, definitivamente
aproximarse
a los brotes de arce,
muy despacio,
velar su expuesta
indefensión,
hablarles sin saber
que nada
nos escucha,
este aliento tan sólo
y el temblar,
mi cuerpo de reciénnacidos árboles,
un nexo de organismos
amigados
en la médula
inerme del carbono,
respirando del mismo fragor
que ha de darnos la altura y la caída,

la pasión circular de líquido
y madera,

las palabras, exánimes
de tanto levantarse hacia lo alto,
como hijas consumidas por el frío,

los arces, las palabras,

su sonido o grafema
silenciado,

el aire que los salva y los abate,

en su círculo solo.

Medir la vida
por el reverdecer.

Brotes no ajenos a mi cuerpo,
cuerpo brote de mí,

sobrevivimos juntos

a otro rígido abrazo
de la nieve.

Azul














A Li He


Preguntamos, de nuevo, al azul,
al estallido blanco de sus ramas,
a sus súbitas o inesperadas dilaciones.
Formas que a un tiempo
delirio y claridad acariciaran.
Mas no alcanza la vista
a libar el vuelo del ave, que nieva
de primavera lo verde.
Acaso el color
coseche su luz también en el tiempo,
y sólo un cuenco vacío de jade
pueda al fin recibir, disponible,
todo el rocío del cielo.